Un hombre.

“Una amistad es un edificio delicado; se aviene a compartir ciertas cosas pero también reclama ciertos monopolios” S. de BEAUVOIR

Escaparse. Correr a toda velocidad con las manos abiertas, gritar malas palabras, andar a caballo hasta la noche, acercarse al fuego sin que nadie lo moleste porque se iba a quemar. Él ya era grande, aquel señor que se puede ser con once años.

Ese verano no había pasado nada. Los días se arrastraban, transpirando y sedientos. Nada los agotaba. Otros años su vecino, Carlos, ocupaba su verano. Ideaban expediciones, recreaban ejércitos y lograban ficciones totales que los consumían día tras día. Piratas, soldados, sirenas, detectives, caballeros, reyes, lo que quisieran ser bastaba imaginarlo, porque todos así lo hacían.

Ese último año Carlos había crecido, y no quería jugar al ejército ni a los piratas. Tenía 15 años y  no quería que lo vieran con los chiquitos. Y Elisa, bueno Elisa tenía la edad correcta pero era una mujer…  y las mujeres no son nunca una diversión, por lo menos así pensaba Manuel a sus once años.

El teléfono sonó una mañana de enero. Era para él, Gregorio (un amigo del colegio) lo invitaba a pasar veinte días al campo. Un campo en La Pampa, un lugar tan distante y real que lo hiso entrar en alegría bucólica.  Un verano lejos de casa …había soñado eso pero nunca pensó que sucediera.  No era  mala su casa, pero quería cambiar de aire.  Vivir otra vida por un rato. Lector de Enid Blyton hace años había construido la idea, de que las aventuras le pasan a los chicos cuando están solos y lejos de sus padres.

Se despidió de papá y mamá  el 6 de Enero y viajó a Buenos Aires dónde lo esperaba el padre de Gregorio para ir al campo. La Pampa a sus once años parecía el África. No sabía qué había en la pampa, conocía su forma geometría exacta porque Manuel era un perfecto alumno. Sabía que jugaban al polo y que cazaban. Eso pasaba en Don Justo, aquel  campo en el que Gregorio pasaba todos sus veranos. Había infinitos primos; era como una fiesta siempre. ¿Qué cazarían?, ¿Osos, tigres, leones? ¿Habría Indios? El ímpetu de estos pensamientos, fogoneado con miles de libros repetían imágenes mentales infinitas en su cabeza .

Tigres y Leones no hay en América, reflexionó. Pero indios sí, él mismo había escrito para el colegio un cuento sobre ellos. Estuvo tan bien hecho, que lo publicaron en aquella revista anual que llegaba a casa una vez terminado el año escolar. Lo leyó su padre, y le recordó que su abuelo también era un gran escritor. Manuel se llamaba igual, y todo cuanto ambicionaba era parecerse más al otro Manuel. Se habían llamado igual hasta hace dos años.

La niñera le había hecho la valija antes de partir de Punta del Este, mamá había supervisado como siempre. Parecía  importante que él estuviera bien vestido. A fin de cuentas, estar bien vestido era necesario era cómo portarse bien y hacer lo que de él se esperaba.

Viajaba solo por primera vez, y su seriedad marcaba el ritmo. Fijaba su atención por cada ciudad que el colectivo pasaba, tratando de retenerlo todo. Llevaba consigo, una linterna y un anotador. Papá le había regalado un cortaplumas para su cumpleaños, y desde Septiembre lo llevaba en su bolsillo derecho. Así se conoce el mundo pensó, el chico deja al niño para dejar entrar al hombre cuando es hora de volver a casa. El volvería un hombre, estaba seguro. Habría cazado, y galopado a caballo hasta que sus piernas reventaran. Volvería más recio, no se quejaría con mamá cuando algo le doliera porque los hombres en La Pampa no hacen eso. Estaba seguro.

Cuando llegó al puerto una mujer de la compañía de barcos lo acompaño a hacer migraciones, Manuel quería que ella se fuera. Él era grande y esta mujer lo hacia quedar como un bebé. Fue una tranquilidad subirse al barco.

En el puerto lo esperaba el padre de Gregorio, José. Era un hombre grande, fornido y de un aspecto colosal. Tenía un criollismo nada forzado y a su vez evidente. Saludó a Manuel con una palmada en la espalda.

-¿Qué haces? Que bueno que viniste- le dijo y luego agregó – Vamos a buscar a mi tía y salimos. Los chicos ya están Don Justo.

Buscaron a la tía y Manuel hiso como  siempre. Él no sabía comportarse con grandes por lo que se comportaba espectacularmente bien, se callaba y cuando le hablaban contestaba escuetamente. La tía abuela de Gregorio debía ser amiga de Tita, su abuela materna, pensó ya que hablaban de los mismos temas y se vestían igual.

La señora parloteaba alegremente con su sobrino en la parte delantera de aquella camioneta

– El portero , José, es un maleducado siempre le pido cosas y me mira como si me hiciera un favor. Es su trabajo, y el tipo piensa que me hace un favor…

Su sobrino distante contestó

– Bueno Beba, voy a hablar con el administrador. Antes de que me olvide están todos los chicos. Asique podrías preparar una torta o tus famosos scons para el té, viste que los chicos llegan bastante hambreados y estan en edad de crecimiento y demás…

Bueno bueno- consideró Beba- veremos como se portan los salvajes estos. Y vos – inquirió mirando a Manuel ¿ Cómo te llamas?

–     Manuel Cortiz.

–     Y ¿Qué sos del Manuel Cortiz que se suicidó?

Sus ojos se llenaron de lágrimas, había confrontado la verdad. De un modo poco amable, el más aberrante de todos.

–       El nieto.

Miró por la ventana el resto del viaje. La pampa tiene la virtud de ser infinita, y su mirada nublada se perdía en el eterno horizonte. Manuel ya era un hombre, entendió más allá de muchas cosas que ser un hombre poco tiene que ver con hábitos gauchescos o formalidades de club. Ser un hombre es abrazar ciertas eludibles verdades. Yo sé que nunca más pudo ser un niño.

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