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12-09-15

Mi hermano me miró. Yo estaba sentada en un sillón gris, en una sala de espera, en un hospital donde mi papá se moría. Mi hermano estaba parado en la puerta que daba a los cuartos donde mi papá dormía, gracias a la morfina, hace una semana con respiración agónica. 

No me dijo nada. Solo me miró y yo entendí que tenía que seguirlo. Que ya estaba. En el cuarto 403 mi mamá y mi tía estaban al costado de la camilla, yo y mi hermano nos pusimos en frente. Papá en el centro de esta escena, su última, respiraba muy irregularmente. 

Lo escuché morirse, no lo vi porque cerré los ojos en su último respiro. Así mi papá se fue adelante mío. 

Yo tenía 24 años, él 72. 

Su partida de defunción explica que el deceso ocurrió a eso de las 21:15 del sábado 12 de septiembre. Después de eso su cuerpo fue la funeraria, y nuestros amigos vinieron a casa a una suerte de despedida. 

¿Pero cuándo se empezó a morir mi papá? Su oncólogo nos explicó que el cáncer de páncreas es silencioso y solo se detecta una vez que ya está en etapa avanzada. 

Yo me enteré que papá tenía cáncer con mamá y antes que él, cuando fuimos a buscar un estudio. Que papá se muriera era un suceso en mí y en mamá, una hora antes de que mamá se lo contara a él.  

El doctor dijo palabras como linfoma y metástasis. Nos recomendó un oncólogo. 

Esto fue el 15 de abril del 2015, a las 5 de la tarde. Pero biológicamente, papá tendría cáncer hace años y nadie lo sabía. Pero a partir de ahí en ojos de todos se empezó a morir. 

Yo fui a escuchar el Mesías de Haendel al Colón. La conocía de memoria por que la cantábamos con el coro en el colegio. Le di un abrazo a papá antes de irme y me tomé el 67 que me dejaba en el teatro.

Me paré en el medio del colectivo, apoyada sobre la baranda. No paraba de llorar, de pronto, me empezaron a llegar pañuelos de todos lados del bondi. 

Solo a la mañana siguiente pude escribirlo. Le escribí un mensaje a Marina que vivía en Barcelona. Papá tiene cáncer

Yo entré a la facultad y me senté con gente que no era mi amiga. Todavía lloraba. 

Mi papá se va a morir.

Ahora, dentro de poco. 

Grado 4, cáncer de páncreas. No no ya no rayos, solo quimio. 

6 meses como mucho. Papá ya tenía comprometido el riñón.

Un grupo de células muy ambiciosas decidieron no hacerlo caso al sistema nervioso central. Convencieron a otras que antes se portaban bien y llevaban a cabo funciones vitales de cagarle la vida a una persona. En este caso a Miguel Arreseygor, a un mes de cumplir 72. Los linfocitos no entendían que había que defenderlo de estas células, que reconocían como propias, y eso es el cáncer. 

Fue por ese entonces que papá dejó de ser papá, el eterno, y empezó a ser tiempo.

 “Hay que disfrutar a la gente mientras está”.

Papá empezó a ser una duda, por ejemplo, a veces faltaba a clase porque lo quería aprovechar y  no sabía cuánto tiempo más lo iba a tener. 

Él empezó a bajar de peso y a dormir mucho. Murió pesando 65 kilos, había bajado 23. 

Se murió un sábado. Lo enterramos un lunes y me fui a trabajar. Esa semana un chico que me importaba me empezó a monitorear el Spotify. Se preocupaba si escuchaba canciones tristes. 

Él no sabía que ese sábado, en el televisor de la clínica, durante esa media hora que fue nuestra última solos y juntos, Canal Encuentro pasaba un programa sobre Piero. Fue el sábado 12 que escuché por primera vez el tema Mi viejo. 

Después de eso durante un tiempo, casi tres años, yo dejé de ser una persona. No me sentía cómoda ni siquiera conmigo, subí mucho de peso y estaba profundamente triste. 

Durante los primeros meses soñaba que seguía vivo. Lo llamaba sin querer, mientras esperaba haciendo filas.

Le gustaban como a mí los libros, la música, las películas o quizás a mí me gustaban como a él. Encontraba en los hechos heroicos cierta magia y era idealista y práctico a la vez. Cantaba mal y era desordenado. Extraño su manera de saludar, de enojarse, su arbitrariedad y su penetrante inteligencia, su fanatismo por Italia. Su ópera preferida es La Traviata, y la parte que más le gustaba era un di felice.

Cuando viajabamos en auto jugabamos a un juego que yo había traducido de preboliches para poder jugarlo con papá, el rapidito rapidito. Era una enumeración por categoría, siempre elegíamos las mismas: ministros o presidentes. 

Se había muerto mi papá, se había acabado una gran conversación, y eso dolía. 

El duelo lo hice escuchando Carrie & Lowell de Sufjan Stevens y una canción extraña  Il Mondo de Jimmy Fontana.

El sábado 18 de abril del 2015, papá entró a mi cuarto. Yo dormía serían las 9 de la mañana. Se acostó del lado de afuera de mi cama. 

Viste que bueno que somos tan amigos. 

Papá hablaba así. Decía ese tipo de cosas. Éramos tan amigos. 

 

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El Viento

Once the myth has been told

The lens deforms it as lightning

Sufjan Stevens

Durante 93 años en Argentina existió el servicio militar obligatorio. Conscripción. Se terminó en el 94. Todos los que fueron volvieron llenos de historias, y mucho más recios. Mis tíos, los hermanos de mamá,  zafaron de la colimba  porque conocían a alguien. Tato manejo el auto de un general  y Jorgito hizo el entrenamiento en Puerto Belgrano, pero cuando estaba por subirse a la Fragata y recorrer el mundo como un hombre se encontró con un amigo de su papá que en una revisión médica lo mandó de vuelta a su casa por tener pie plano. José, el hermano de papá, se casó para evitarlo.

No sé cómo era la asignación. Supongo que a todos los que les tocaba en un lugar tenían números de DNI similares,  se los agrupaba y mandaba en Hércules o en tren porque entonces los trenes funcionaban. Imaginemos  un edificio desproporcionado y militar, un quinto piso donde dos secretarias armaban legajos para mandar cartas a los reclutas, bajo un tubo de luz blanca que hace ruido. Papá no zafo porque tenía un sentido del deber impuesto por los jesuitas. Mike Hall es hijo y nieto de ingleses, que son casi como los jesuitas solo que sin la culpa.

Papá aprendió a andar a caballo,  y también  a esquiar bajo la consigna “El que se cae es puto”. Se cagó de frío. Entendió la desigualdad el día que encontró un compañero de cuadrilla afeitandose con un vidrio. A Miguel, mi papá, no le gustaba hablar de eso. No le molestaba el sistema castrense pero si le molestaba que los superiores no fueran cultos o instruidos. “El problema de los milicos, Celita, es que no saben controlarse.”

Una mañana de mayo de 2015, me escapé de clase de management  para ir a darle un beso a mi papá que estaba enfermo y recluido. No me llamó la atención la bicicleta desmontable en medio del living de mi casa abajo del cuadro de Manina, mi bisabuela, .

Quizás la memoria le ponga tintas de película a esta situación porque es linda. Mike Hall era el amigo de la colimba de mi papá. Se deben haber visto 12 veces desde que terminó el servicio militar pero cuando Mike se enteró que mi papá se moría vino a visitarlo una vez por semana. Venía desde Olivos en su bicicleta desmontable y visitaba a su amigo moribundo. Mike tiene ojos claros y el pelo lacio, largo y blanco.

Yo lo conocí esa vez, cuando entre a mi casa una mañana de mayo y este señor se paró a saludarme. Papá estaba risueño en su sillón de rayas azules. Ya estaba flaco, murió pesando 47 kilos. Tenía puestos unos chupines que le compramos en Zara, que le quedaban grandes ya y un chaleco beige.  Me inventé una excusa, no me animé a decirle enfrente de su amigo que solo venía a darle un beso. Los señores son orgullosos, y más cuando hay otros enfrente. Ahí mismo me entere que existia y que lo visitaba seguido.

Sobre el entierro de papá también me queda una perspectiva casi filmica, como si esto que me sucede lo veo.  Todavía veo el espectáculo de mi tristeza. Mucha gente me mira de lejos hasta los que no te conocen se acercan y se presentan. Me puse anteojos.Ese día es terrible y soleado. Pero sé que lo ví, todos me miraban sin saludarme todavía, el cortejo no se anima a saludar a los deudos.  Había mucha gente, y yo me moví a hacia un tipo que nadie conocía y yo misma había visto una vez. Le di un abrazo fuerte y callada. Lo hice mecánicamente, creo que fue lo único bueno que hice ese día.

Un tipo que me gusta mucho se llama Harold Bloom. Harold tiene 85 enseña teoría narrativa en Yale, es judío y vive en Nueva York.  Harold dice que nosotros somos capaces de  sentir porque Shakespeare lo dijo primero. La invención de lo humano: celos, angustia, ambición, amor, lujuria y culpa. El nombrar emociones les da entidad, y es por eso que las entendemos.

Desde que leí eso, pienso que por ejemplo la primera vez que le damos un beso a alguien lo hacemos pensando con perspectiva filmica, y nos sentimos como pensamos deberíamos. Bloom no aceptaría este adendo, diría que cualquier cosa que no es Cormac Mccarthy es basura, odia a Dylan y todo lo que no es alta cultura. Tiene 85 años, por supuesto que es reaccionario ante el mainstream. Pero quizás, yo sentí que debía saludar a Mike copiando un comportamiento. Una prolongación de una amistad cordillerana.

Sabrían del otro lo  que dos años en la mitad de San Martín de los Andes les hubieran enseñado. Dos suboficiales de caballería. En ese clima atroz, quizás construyeron una isla. Yo creo que tus amigos son esas personas a las que más verdades les podes decir. Durante 93 años la Argentina llevó a sus chicos a situaciones extremas, con climas duros, y monitoreados por hombres arbitrarios. Miguel que había ido pupilo al colegio y Mike que también, conocían la disciplina y estar fuera del hogar. Creo que les faltaría eso que rellena la vida.

Creo que de esas cosas hablaban esas mañanas que Mike lo visitaba en bicicleta desmontable y Miguel no podía caminar los 20 metros que lo llevarían a despedirlo a la puerta. Cuando la realidad desnuda, se hizo indecible Mike visitaba a mi papá. Entonces los imagino con el viento que pega sobre galpones de chapa del destacamento donde el ejército argentino “guardaba a sus reclutas”, los imagino con 20 años hablando de una cucheta a otra. Riendo y encontrando el mismo idioma compartido. Para repetir la situación, ya con canas e hijos encima. Porque cuando el viento sopla como en la cordillera mejor estar hablando de otras cosas.

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La página 94

Le gusta Brahms, y sin darse cuenta termina una vez por semana en el Metropolitan Opera. Es una  figurita del álbum corporativo. Va a comidas del Manhatan Chase Bank, da conferencias para el Julius Baer y esta en todas las galas benéficas. Es el opuesto a una it girl, pero está de moda.

Tiene una voz reverberada y un acento alemán que lo acompaña hace nueve décadas.

A la mañana desayuna granola con yogurt griego y frutas del trópico, es importante hacer esto en un octavo piso con vista al Central Park, es señal de que algo salió irremediablemente bien. Todo es importado, y comprado por una empleada también importada en un mercado de otro inmigrante dos calles atrás. No es uno de esos halcones xenofóbicos.  Rosa es costarricense, él es alemán, el señor Hamal es turco pero todos viven en Nueva York.

Todas las mañanas lee el Dei Spiegel y luego el New York Times. Luego al llegar a la oficina leerá el abultado correo, no lo deja para su secretaria ya que disfruta el mágico sonido que hace el abrecartas con el papel.

Su chofer lo espera en la vereda. No se pierde un día en la oficina por que se siente agobiado por la vida doméstica. Nancy, su mujer,  es feliz de verlo partir. Se vuelve un poco irritable después de las 9 y más aún si el mercado asiático cayó más de tres puntos. Él tiene acciones mirando al oeste, su tranquilidad se basa en que el mercado asiático no haga acrobacias.

Su nombre, casi una provocación, es sinónimo de ambigüedad. Desmenuzar el tema parecería un intento de justificación.

-“Kissinger, dos eses”

Contesta a la encargada de seguridad del edificio porque esa mañana el dispositivo electrónico que permite que todo funcione se ha quemado. La empleada no parece inmutarse: dejó pasar a Ben Bernanke y Hank Paulson. Ella vive en Bronx, pero se codea con los 400 de Nueva York.

Lo suyo siempre fue realpolitik de manual. Dedica sus libros a personajes estrambóticos, le hace gracia. Puede dedicarle un libro a Oscar de la Renta o las Spice Girls en su conjunto.

Su supervivencia es sorprendente. Logró huir de Alemania a los 15 años, peleó en la Segunda Guerra Mundial para Estados Unidos. Hasta acá es de los buenos, es un freedom fighter.

La opinión pública lo detesta. La academia lo adora con devoción. Es una persona a la que no se le permite ambigüedad. O todo está justificado o nada lo está. Once millones de resultados arroja Google. Hay un sinfín teorías conspirativas, notas de color y reseñas de libros. Tiene un doctorado Summa Cum Laude en Harvard, Premio Nobel de la Paz, varias acusaciones por Crímenes de Guerra y Genocidios.

Pero a las 11 de la mañana de los miércoles, Henry vuelve a ser Heinz, el de Baviera hace 80 años. No tiene nostalgia por el pasado. Una pelirroja graduada de Harvard trae una bandeja con la nueva edición de The Economist y  un café con una porción de Apfelstrudel. Inmediatamente, abre la página 94: el obituario. Comienza cada edición del seminario alegrándose que este miércoles, la pagina 94 no dice Henry Kissinger.

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Un hombre.

“Una amistad es un edificio delicado; se aviene a compartir ciertas cosas pero también reclama ciertos monopolios” S. de BEAUVOIR

Escaparse. Correr a toda velocidad con las manos abiertas, gritar malas palabras, andar a caballo hasta la noche, acercarse al fuego sin que nadie lo moleste porque se iba a quemar. Él ya era grande, aquel señor que se puede ser con once años.

Ese verano no había pasado nada. Los días se arrastraban, transpirando y sedientos. Nada los agotaba. Otros años su vecino, Carlos, ocupaba su verano. Ideaban expediciones, recreaban ejércitos y lograban ficciones totales que los consumían día tras día. Piratas, soldados, sirenas, detectives, caballeros, reyes, lo que quisieran ser bastaba imaginarlo, porque todos así lo hacían.

Ese último año Carlos había crecido, y no quería jugar al ejército ni a los piratas. Tenía 15 años y  no quería que lo vieran con los chiquitos. Y Elisa, bueno Elisa tenía la edad correcta pero era una mujer…  y las mujeres no son nunca una diversión, por lo menos así pensaba Manuel a sus once años.

El teléfono sonó una mañana de enero. Era para él, Gregorio (un amigo del colegio) lo invitaba a pasar veinte días al campo. Un campo en La Pampa, un lugar tan distante y real que lo hiso entrar en alegría bucólica.  Un verano lejos de casa …había soñado eso pero nunca pensó que sucediera.  No era  mala su casa, pero quería cambiar de aire.  Vivir otra vida por un rato. Lector de Enid Blyton hace años había construido la idea, de que las aventuras le pasan a los chicos cuando están solos y lejos de sus padres.

Se despidió de papá y mamá  el 6 de Enero y viajó a Buenos Aires dónde lo esperaba el padre de Gregorio para ir al campo. La Pampa a sus once años parecía el África. No sabía qué había en la pampa, conocía su forma geometría exacta porque Manuel era un perfecto alumno. Sabía que jugaban al polo y que cazaban. Eso pasaba en Don Justo, aquel  campo en el que Gregorio pasaba todos sus veranos. Había infinitos primos; era como una fiesta siempre. ¿Qué cazarían?, ¿Osos, tigres, leones? ¿Habría Indios? El ímpetu de estos pensamientos, fogoneado con miles de libros repetían imágenes mentales infinitas en su cabeza .

Tigres y Leones no hay en América, reflexionó. Pero indios sí, él mismo había escrito para el colegio un cuento sobre ellos. Estuvo tan bien hecho, que lo publicaron en aquella revista anual que llegaba a casa una vez terminado el año escolar. Lo leyó su padre, y le recordó que su abuelo también era un gran escritor. Manuel se llamaba igual, y todo cuanto ambicionaba era parecerse más al otro Manuel. Se habían llamado igual hasta hace dos años.

La niñera le había hecho la valija antes de partir de Punta del Este, mamá había supervisado como siempre. Parecía  importante que él estuviera bien vestido. A fin de cuentas, estar bien vestido era necesario era cómo portarse bien y hacer lo que de él se esperaba.

Viajaba solo por primera vez, y su seriedad marcaba el ritmo. Fijaba su atención por cada ciudad que el colectivo pasaba, tratando de retenerlo todo. Llevaba consigo, una linterna y un anotador. Papá le había regalado un cortaplumas para su cumpleaños, y desde Septiembre lo llevaba en su bolsillo derecho. Así se conoce el mundo pensó, el chico deja al niño para dejar entrar al hombre cuando es hora de volver a casa. El volvería un hombre, estaba seguro. Habría cazado, y galopado a caballo hasta que sus piernas reventaran. Volvería más recio, no se quejaría con mamá cuando algo le doliera porque los hombres en La Pampa no hacen eso. Estaba seguro.

Cuando llegó al puerto una mujer de la compañía de barcos lo acompaño a hacer migraciones, Manuel quería que ella se fuera. Él era grande y esta mujer lo hacia quedar como un bebé. Fue una tranquilidad subirse al barco.

En el puerto lo esperaba el padre de Gregorio, José. Era un hombre grande, fornido y de un aspecto colosal. Tenía un criollismo nada forzado y a su vez evidente. Saludó a Manuel con una palmada en la espalda.

-¿Qué haces? Que bueno que viniste- le dijo y luego agregó – Vamos a buscar a mi tía y salimos. Los chicos ya están Don Justo.

Buscaron a la tía y Manuel hiso como  siempre. Él no sabía comportarse con grandes por lo que se comportaba espectacularmente bien, se callaba y cuando le hablaban contestaba escuetamente. La tía abuela de Gregorio debía ser amiga de Tita, su abuela materna, pensó ya que hablaban de los mismos temas y se vestían igual.

La señora parloteaba alegremente con su sobrino en la parte delantera de aquella camioneta

– El portero , José, es un maleducado siempre le pido cosas y me mira como si me hiciera un favor. Es su trabajo, y el tipo piensa que me hace un favor…

Su sobrino distante contestó

– Bueno Beba, voy a hablar con el administrador. Antes de que me olvide están todos los chicos. Asique podrías preparar una torta o tus famosos scons para el té, viste que los chicos llegan bastante hambreados y estan en edad de crecimiento y demás…

Bueno bueno- consideró Beba- veremos como se portan los salvajes estos. Y vos – inquirió mirando a Manuel ¿ Cómo te llamas?

–     Manuel Cortiz.

–     Y ¿Qué sos del Manuel Cortiz que se suicidó?

Sus ojos se llenaron de lágrimas, había confrontado la verdad. De un modo poco amable, el más aberrante de todos.

–       El nieto.

Miró por la ventana el resto del viaje. La pampa tiene la virtud de ser infinita, y su mirada nublada se perdía en el eterno horizonte. Manuel ya era un hombre, entendió más allá de muchas cosas que ser un hombre poco tiene que ver con hábitos gauchescos o formalidades de club. Ser un hombre es abrazar ciertas eludibles verdades. Yo sé que nunca más pudo ser un niño.

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La autoridad del as de espadas

                                                                “La autoridad del as de espadas como don Juan Manuel, omnipotente” J.L Borges

-Por la ley de Chacabuco envido y truco.

-Paso y quiero.

-Quiero re truco.

-Quiero.

-Quiero vale cuatro.

Fue el día en que nos empezamos a odiar, allá por el cincuenta y ocho.

-Marcos, te estás carteando, te vi cómo te pasabas el ancho de espadas por debajo de la mesa.

Me levanté enojado. Escuché un resto de la voz de mi hermano que desde su asiento replicaba con violenta calma:

-Es el juego, acostumbrate, el juego es mentir.

Pasarían más de cincuenta años, era la quinta vez en siete días que me acercaba al estudio de abogados. Allí debía encontrarme con su última voluntad. No me animaba. Toda la vida he sido un cobarde. Para el truco, para el fútbol y con  las mujeres.

Murió, si tengo que explicar quién quizás no debas escucharme. Murió un hombre excepcional pero, como siempre, dejó de existir el más odiado. Lleva consigo al ultramundo una gran nota en el diario como personaje de la cultura de esta ciudad; un cortejo fúnebre que parecía una peregrinación. Se nos iba un santo. Ha muerto un dictador y un verdugo, se fue una eminencia y una fuente obligada. Las cartas se repartieron tiempo atrás y qué querés que te diga, me tocó maldón  por eso debo ser yo quien cuenta esto.

Fuimos hermanos, no éramos antagonistas ya que eso sería un cliché. Aceptábamos  nuestras disparidades argumentando cada quien una moralidad superior. Lo ahogué con mi obviedad  así como él me abrumaba con su magnificencia. Mejor promedio, y demás honores con los que la sociedad enaltece a aquellos que masajean su propio ego. Es que mi hermano, mirá si era grandilocuente, trabajaba por el bien común. Hacer eso en la Argentina es como escribir tiras cómicas, el bien común en un país de ladrones… En un país de asaltantes de caminos. Qué te puedo decir, no sé si fue corrupto pero siempre lo supuse. Si vivía de escribir manuales de derecho y de su sueldo de procurador, o de los intrépidos favores a amigos del poder. Nunca me quedó claro.

Siempre hablábamos. Una vez por semana nos aburríamos mutuamente por teléfono. Nos contábamos detalles ínfimos. Era una obligación social, éramos hermanos y los hermanos tienen que saber de la vida del otro. En algunas comidas, él respondería Tobías tiene reuma, y yo contestaría en otras que él había viajado a Chile por un congreso. No dudo que la  hora de colgar significaba una liberación para ambos. Lo cierto es que la cordialidad abrumaba nuestras charlas. La condescendencia con la que a veces me preguntaba cómo andaba de efectivo no me mató; pues nadie ha muerto de humillación.

Luego de una semana de idas y venidas, apreté el botón y descendí del colectivo. Llegué al décimo piso de Alem doscientos veinticinco. Allí me esperaba  el Dr. Valenti, con la pedantería tan propia de su profesión, me invitó a pasar como si fuera yo el Maharajá de Kapurtala. Comenzó a leer. Marcos me había dejado todo, y para no ser vulgar todo era bastante. Tenía que ir a cobrarlo a un banco del centro, lo que decidí hacer inmediatamente.

Una vez allí haciendo fila descubrí lo acertado de la frase de mi hermano aquella tarde de verano jugando al truco. El juego es mentir, la vida es engañarnos. Yo prefiero odiarlo y cobrar su mal avido dinero. Prefiero ser rico y no hacer preguntas,  olvidándome de principios y preceptos morales. Todos lo harían si pudieran, no nos mintamos. Todos tenemos un precio, mi curiosidad  vale una herencia. La del contador de mi hermano, algunos pesos; la del doctor Valenti otros tantos. Lo hago porque todos lo harían, o digo esto porque a fin de cuentas soy yo quién lo hace y eso no me gusta tanto… Años de juicios morales a mi hermano, valen unos dólares en un banco. Tantas primaveras de pensar que soy mejor, que por lo menos no hago eso fueron solo justificaciones de una mediocridad.

El empleado del banco me llamó. Le expliqué mi situación; él había sido avisado. Con apretar un botón hizo la transferencia.  Con ese botón anuló años de superioridad moral y mediocridad. Ese botón me separaba de mi hermano, quizás Marcos haya sido mejor, Marcos, a fin de cuentas, se sabía un mentiroso. No se engañaba, conocía las reglas y se carteaba como el mejor.

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disonancia.

«Neuquén es capicúa al igual que Menem»

Todos  los días Carmen Linder camina hacia la plaza Las Heras  para subirse a aquel poco poético colectivo que la llevara a trabajar. Es indudable que le molesta la lata de sardinas en la que el colectivo suele convertirse, aun así intenta leer en el trayecto. Tanta gente, y pocos humanos.

¿Qué pensarán? ¿Quienes serán? No es sólo la incertidumbre lo que la inquieta.Es algo más algo indescriptible y es por eso se concentra en llevar a cabo su papel.  Mejor no pensar en el resto, concentrarse en uno es mejor… La vida le había  enseñado.

El colectivo es como una gran ventana humana, allí es donde todos actúan un poco mejor de lo que lo hacen habitualmente (tal vez  “mejor” sea un concepto errado; quizás actúan como les gustaría ser). Todos pueden verse, y es la espera quien los invita a observarse.

Por lo menos eso es  lo que Carmen hace, se deja mirar. Todas las mañanas se sube al colectivo e intenta ser la persona que siempre ha querido ser. Lleva  libros con títulos complejos, y se sienta en un ángulo visible a casi todos. Que la vean compenetrada con los hermanos Karamazof  o Milan Kundera. Hay días que por el contrario escucha música que ella considera alimenta una imagen. Le gusta montar este espectáculo diurno para sus compañeros de 93.

En Carmen la idea de formar parte del  día de alguien es imprescindible. Aunque es consciente de que alguno mentalmente se burla de su aspecto. A ella le gustaba ser aquel mimo que sólo entretiene en la gris monotonía.  Aquello que todos ven como algo cotidiano, que se  nota cuando falta, mas no imprescindible. O por lo menos esto es lo que se repite a ella misma, porque hay ciertos conceptos que suavizamos porque extrañamente no nos digerimos completamente.

¿Qué sucedía con Carmen? ¿Consideraba realmente que un pañuelo en el cuello y una boina, le darían aquél aspecto  intelectual que hace años que buscaba? ¿ O necesitaba de un esfuerzo superior y es por ello que sólo compraba títulos o autores con K? Había tenido otras épocas, compraba libros en alemán (el asunto es que Carmen desconocía la lengua germana). Sus rarezas las justificaba en su soledad, y su soledad la justificaba por sus rarezas.

Es extraño como un viaje de 20 minutos puede informarnos tanto del carácter de una persona. Pero en este trayecto Carmen mostraba que era aquello a lo  que más temía, aquello que no se atrevía a nombrar si quiera, pero que existía en su mente a toda hora.

Las mañanas padecen de sueño, los héroes el olvido. Las flores sufren en la disonancia, nadie las aprecia sino en su lento camino a la muerte; en algún florero. La tarde espera a la noche, entendiendo quizás a esta como su momento de reivindicación.

Esto sucede todos los días y lo aceptamos como un ritual dogmático. La rutina nos almuerza aún cuando todavía existen personas que se esfuerzan por borrarla. Aun esas personas,  que como Carmen  se esfuerzan por no entenderse con ella…

La rutina te alcanza, te aplasta y en algún momento se convertirá en aquello que resulta tan imprescindible.

Alguien que todos los días hace algo es rutinario, aunque por este medio intente escapar de la rutina.

En Carmen la falta de rutina era rutinaria, y se presentaba diariamente como una arrolladora hipocresía que notara cualquiera que se detuviera analizarla. Había intentado todo para escaparse, sin darse cuenta si quiera que mucha veces por tanto temer algo, esto termina sucediendo. Una suerte de profecía auto cumplida, o el destino simplemente riéndose de nosotros por intentar manipularlo.

Carmen remplazaba sus noches y sus días con aquello que pudo ser y no fue. Tenía todos los vicios de una edad que no tenía, seguramente la psicología moderna tenga algún nombre para su patología pero como siempre esto es sólo una historia y Carmen sólo una mujer, no un caso de estudio.

Por la noche sólo comía sopa, y la tragaba entre recuerdos de lo que imaginaba un pasado feliz. Diez años pasarían y ella pensaría que las épocas de la sopa y el remordimiento fueron las más felices. Todo tiempo pasado fue mejor, parece ser su bandera.

Aunque Carmen hubiera manipulado su vida, de modo tan atroz que esta fuera lo que ella decía no quería que fuera, existen elementos en esta vida que aún quienes están encerrados en sus tormentos pueden percibir.

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TREN.

Todos los días el tren se cobra dos horas magníficas: aquella donde me despabilo y la del tedio, cuando el día terminado se rinde ante mis pies…
A la mañana cuando el mundo es menos mundo, el trajín cotidiano parece estar lejos y a veces sospecho que todo podría haber empezado recién. Por la tarde el tren se cobra mis horas de tedio, cuando vuelvo a casa cargando los problemas del trabajo para encontrarme con aquellos que hayan surgido durante mi ausencia. Estos problemas, los hogareños varían dependiendo la estación pero tienen la mala costumbre de abundar cuando el invierno se aproxima.
La tarde del 25 de Abril, me detuve para comprar un turrón de maní en uno de los kioscos que hay en la plataforma del andén. Tenía hambre y eran las 7 de la tarde, a nadie le interesa este razonamiento mas debo contar con exactitud todo lo que sucedió para determinar que fue lo que acaso vi.
De pronto, apareció el tren. No venía tan lleno como de costumbre, quizás había piquetes o algo por ese estilo en el centro…
No había arrancado cuando me transporte a un pensamiento de mi infancia, uno de aquellos recurrentes en aquella época. Lo tome como a un viejo amigo que viene de visita. . Fue en la época en la que vivía en Cañuelas, recuerdo haber pensado que Dios hacia reproducciones exactas de nosotros y las ponía en diferentes países. Pero nos comportábamos de igual manera, hacíamos los mismos movimientos y pensábamos lo mismo. Por ese entonces yo consideraba que yo, Paula tenía un dopplegaenger (claro esta que después de años, descubrí en la revista Sur y por culpa de un tal Jorge Luís que este era el nombre que se le daba a esta idea) en Berna, Londres o Kualalumpur. Teníamos por aquella época un diccionario Kapelusz, que se parecía más a una enciclopedia y gracias a él entendía un tanto de geografía. Me fascinaba aquél concepto, de las diferentes Paulas: moviéndose con el mismo ritmo quizás diferente por husos horarios. Pero con mismas ideas y motivaciones.
En estas memorias andaba cuando frenamos en Olivos, se sentó a mi lado una señora mayor. Comenzó a comentarme del calor que había dejado de hacer y que era una barbaridad que comenzará el frío tan temprano, que ya nadie pensaba en ella y el frío. Me pregunte  a quien considerará ella responsable pero no me anime a cuestionarla, ya que cuando se trata de ancianos me vuelvo intrínsecamente tolerante. Una estación más tarde se bajo, y cuando intenté recordar aquél tema tan inminente en el cual había estado inmersa no pude.
Pensé en el otoño, en todo lo que acarrea. En su explosión de colores, el frío que afecta a muchos y el inició de los ritos. Podría detenerme a buscar alguna hoja para los trabajos de los chicos que por esta época siempre son los mismos. Esperaba que a ninguno le tocara ser Cornelio Saavedra o San Martín ya que tales roles impactaban en mi bolsillo de forma dañina. Perdida en esto estaba cuando inexplicablemente  mire por la ventana hacia otro tren que se hallaba detenido en la estación. Había una chica absorta en un libro, me detuve. Mire devuelta;  leía  “Bajo las lilas”, un libro de mi niñez que había erradicado completamente de mi memoria. La mire, era igual a mí. Quizás pelo menos oscuro, peor igual misma cara mismos ojos…
Por suerte el tren arranco, ahí recordé mi pensamiento previo. Al bajarme en Tigre continuaba asombrada de la capacidad del subconsciente; o no.
Al llegar a casa me asaltaron los problemas de siempre el calefactor como todos los inviernos no tenía intenciones de funcionar y los chicos habían estado peleándose toda la tarde, y para colmo José era Cornelio Saavedra para el acto del 25 de Mayo.
Llame a Pocho, que es quién hace las changas y me prometió venir. Reté a los chicos. Pensé en como haría aquél disfraz, claro esta que a nadie le importaba que fuera parecido al de Miguel de Belgrano, o eso esperaba yo. Cociné y acosté a los chicos, inspeccione la biblioteca infantil (trasladada íntegramente de Cañuelas, y allí estaba “Bajo las lilas”).
Me fui a dormir silenciosamente, con la sospecha de que irme a dormir era lo que menos quería. Es una paradoja porque quería tiempo para mí, pero por sobre todo quería dormir. Aquello sería necesario una vez que lograra estar tranquila mas nunca podría hacerlo estando cansada…
A la mañana siguiente cuando levante a los chicos, distraídamente volqué la leche. Martirizándome como siempre pensé que podrían haber hecho algo ellos. Son grandes pero quizás no tanto. Los deje en el colegio y seguí hacia el tren. Sinceramente me molesta que mis hijos dependan de mí, pero quizás los hago depender de manera que nunca me abandonen.
Me senté, extrañada de la soledad del vagón en hora pico. Busque mi agenda en mi bolso, no estaba allí. Solamente mi viejo “Bajo las lilas”, me reí sola porque no supe que otra cosa hacer hacer. Leí y al llegar a Beccar mire hacia el otro lado, estaba la misma chica esperándome desde el tren que estaba detenido en las vías contrarias.

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«the art of losing isn´t hard to master»

Imagínense si todas las cosas que perdemos se encontraran en algún lugar, digamos un cuarto y que después de morirnos podríamos pasar por lo menos a darnos cuenta que hemos perdido. Encontraríamos  cartas mandadas y jamás recibidas, amores de otros tiempos, minutos gastados en quejas, papeles, hebillas, agendas, algún que otro amigo etcétera etcétera . En mi caso encontraría desde documentos hasta una zapatilla derecha.
En toda casa reinan ciertas verdades absolutas, difíciles de contrariar. ..Pancho es un mujeriego, el tio Fermín cree cocinar bárbaro, Juanita no para de hablar, José es un mentiroso. Es difícil para quienes hemos sido encasillados intentar tener un nuevo defecto por lo menos, debemos quedarnos con el viejo ya que ese es nuestro papel. En mi casa existe la verdad absoluta de que yo pierdo todo.
No recuerdo que fue  la primera cosa que perdí,  sin embargo recuerdo que mi madre me mando al cuarto de cosas perdidas a buscarla. No seria el primer viaje,  después ya mas grande en el colegio visitaba semanalmente el ¨lost and found¨ porque ya me olvidaba lo que había perdido, ese chequeo regular me hacia entrar en razón. La siempre renegada Gillian, mecía su cabeza y con un tono anglosajón decía ¨cabeza de novia ¨…
Mi madre siempre dijo que pierdo todo porque siempre ando pensando en cosas fundamentales en vez de en lo concreto y necesario, a lo que yo contestaba que no era por eso. Imagínense que todas las personas que piensan en abstracciones perdieran todo… No me hago la idea de nadie importante buscando sus cosas. Imaginemos a San Martin perdiendo su espada mientras pensaba liberar América, o a Nelson Mandela buscando anteojos por la prisión de la isla de Robben.
Por ello ya con casi un lustro de años intento tener pocas cosas imprescindibles, el día de hoy tengo 4 y a la hora de viajar 6. Con los años uno no intenta cambiar sino que hace que las circunstancias de su vida sean más amables con su naturaleza.
También ayuda el hecho de que olvido la mitad de las cosas que pierdo, por lo que ya no pienso que pierdo tantas cosas. Muchas veces la gente tiene una sensación de que se ha olvidado algo, yo se que es difícil recordarlo por lo que ni me esfuerzo. Tengo la firme impresión de haber tenido mas de una idea cuando empecé a escribir esto….
Al olvidar que pierdo cosas me pasan cosas increíbles, encuentro plata en cualquier lado, abro un libro y esta marcado con mis llaves, o en la heladera deje los anteojos… Creo que ese placer se equipara con aquel odio a perder todo.

Nomas digo que espero reencontrarme con todo aquello que perdí…

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Jorge

«Abróchense los cinturones que vamos a despegar.» Ordenaba la azafata, con esa voz tan característica y un acento indefinible. Yo sabía que las horas posteriores podrían convertirse en aquel martirio en el cual se convierten mis viajes en avión. Pero esta vez era diferente, Jorge estaba al lado mío.

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